Michelle Obama

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Michelle LaVaughn Robinson nació el 17 de enero de 1964 en Chicago, (EEUU). Nada entonces hacia presagiar ese día que la segunda hija de Fraser Robinson III, un empleado municipal, y Marian Shields, ama de casa, fuera a tener el futuro tan prometedor al pasar -en sólo cinco generaciones- de la esclavitud a la Casa Blanca, convirtiéndose en la encarnación del “sueño americano” para millones de negros de EEUU. “Estoy casado con una estadounidense negra, por la que corre sangre de esclavos”, dijo Barack Obama durante la campaña a la presidencia. Según la investigación realizada por reporteros de “The New York Times”, en 1850, uno de los hijos del hacendado David Patterson recibió como herencia una esclava de 6 años llamada “la niña negra Melvinia”, que fue la retatarabuela  -por parte de madre- de la ahora primera dama. Hacia 1859, un blanco la dejó embarazada y dio a luz a Dolphus Shields, el mulato tatarabuelo de Michelle. Con Dolphus se produjo un salto social importante, ya que aprendió a leer y se convirtió en un buen carpintero que tenía una nutrida clientela blanca. En aquella época, el hombre aseguraba que algún día las relaciones raciales cambiarían en EEUU. No se equivocó porque, el mismo día que se publicaba su necrológica, en 1950, el único diario negro de Birmingham -estado de Alabama- publicaba en portada que el Tribunal Supremo prohibía la segregación en restaurantes y universidades.

Seis meses después del nacimiento de Michelle, el presidente Lyndon Johnson firmó la Ley de Derechos Civiles,  que acababa con la discriminación por motivos raciales en espacios públicos. Un acontecimiento feliz para la familia Robinson, que residía en una casita del humilde barrio de South Side de Chicago, uno de los guetos negros de la ciudad. Aquella situación le marcó mucho y, en una conferencia en New Hampshire en enero del 2008, declaro que “todo lo que pienso y hago está modelado por la vida que viví en ese pequeño apartamento, en el bungalow por el que mi padre trabajó tan duro”.

 En los 60, Chicago era una ciudad racista y segregada, pero eso no impidió que Fraser y Marian se esforzaran por darles a sus hijos la educación que ellos no tuvieron. Su madre era muy estricta y, a los 5 años, le regaló a Michelle un despertador para que aprendiera a llegar puntual al colegio Bryn Mawr, donde estudió hasta octavo grado de primaria, graduándose con la segunda mejor nota de la clase.

De pequeños, Michelle y su hermano Craig -un año y medio mayor que ella- dormían juntos en el cuarto de estar y, aunque un poco apretados, la familia llegaba holgadamente a final de mes. Pasados los años, Marian contó que nunca les faltó de nada y “si la televisión se rompía y no teníamos dinero para arreglarla, podíamos ir a comprar una con la tarjeta de crédito, siempre y cuando pagásemos las facturas a tiempo”. Al poco, la familia se mudó a South Shore, un barrio mejor.

Michelle era una niña decidida, enérgica, muy agradable y nada fantasiosa. No aceptaba órdenes de nadie y, a los 9 años, se había forjado una identidad propia, que ha mantenido siendo adulta. Cuando era pequeña jugaba con su hermano a que él era el jefe y ella la secretaria, pero, según ha asegurado el propio Craig, “yo no tenía nada que hacer porque ella insistía en  mandar y en hacerlo todo. También odiaba perder a los juegos de mesa y lo pasaba mal viendo los deportes porque no podía soportar que su equipo perdiera”. Al salir de la escuela, dedicaba su tiempo a hacer los deberes, estudiar francés, tocar el piano, pasear en bicicleta por el barrio o jugar a muñecas con su mejor amiga en el salón de su casa. Michelle y Craig tenían tareas asignadas en el hogar: lavar los platos en días alternos, barrer la casa y, los sábados, ella se encargaba de limpiar el baño. Los fines de semana la familia se reunía para jugar a las damas chinas o al Monopoly y, una vez al año, iban de vacaciones al Dukes Happy Holiday Resort, un complejo hotelero destinado a afroamericanos en el estado de Michigan. Sus padres les hablaban de los prejuicios raciales, recalcando que “la vida no es justa. No siempre alcanzas lo que te mereces, pero tienes que luchar por lograr lo que deseas y, a veces, no se consigue, por mucho que te esfuerces y hagas lo correcto”. Ese mensaje ayudó a los dos hermanos a prepararse para afrontar la vida y estudiar para ser personas de provecho.

Mientras Craig era un portento que aprobaba los exámenes con sólo echar un vistazo a los libros, “Michelle estaba decepcionada consigo misma porque tenía algunos problemas con los exámenes y hacía lo que podía para superarlos. Creciendo con alguien así, aunque seas bueno, siempre intentas ser mejor”, explicaría Marian de su hija años después. Motivada por su propia autoexigencia, Michelle se convirtió en una de las alumnas más destacadas del instituto Whitney M. Young Magnet, donde compartía clase con Santita Jackson, hija del reverendo Jesse Jackson, destacado activista a favor de los derechos civiles, que años después la definió como “trabajadora y luchadora. Siempre con un ojo puesto en un  objetivo más lejano”. En aquella época, Michelle era una chica encantadora y callada, que se ganaba un dinerillo extra trabajando como canguro.

La futura señora Obama quería ir a la universidad, pero estaba muy preocupada por lo que costaba seguir estudios superiores. Sin embargo, su padre le dijo: “Si escoges el centro académico en función de cuánta tienes que pagan me sentiré defraudado”. Eso la llevó a desechar la Universidad de Washington para matricularse en la prestigiosa Princeton. Gracias a varias becas y al sueldo de su madre como secretaria a tiempo parcial, Michelle ingresó en un centro que, en ese 1981, contaba con 94 afroamericanos sobre un total de 1.100 estudiantes. Allí también estudiaba su hermano, convertido en una estrella del baloncesto, por lo que Michelle disfrutó de ciertas ventajas. No pudo evitar, sin embargo, que la madre de su compañera blanca de habitación se quejara de que su hija tuviera que compartir estancia con ella. En 1985, se doctoró cum laude en sociología con la tesis titulada “Los negros educados en Princeton y la comunidad negra”.

 Meses después, a los 21 años, empego a estudiar Derecho en Harvard, donde demostró su compromiso con el cambio social al trabajar en la Oficina de Ayuda Legal, que ayudaba a gente pobre con problemas legales. No se involucró, sin embargo, en política. En 1988, cuando se graduó, sus padres escribieron orgullosos en el anuario de su promoción: “Sabíamos que lo conseguirías desde hace 15 años, cuando no conseguíamos que te callases”.

Tras dejar Harvard, fichó por la firma de abogados Sidley & Austin, donde apenas había empleados negros. Por eso, cuando en el verano de 1989 llegó a la oficina un becario mestizo de orígenes kenianos se lo asignaron a ella.  Se trataba de Barack Obama, un atractivo y encantador joven que no tardó en cortejar a su atractiva jefa. Michelle, que veía “de mal gusto” que los dos negros de la empresa salieran juntos, rechazó al principio sus invitaciones, pero su resistencia no duró mucho porque Obama tenía el carácter, la ética y el sentido de la justicia social que ella admiraba de su padre. Cuando aceptó su primera cita, fueron juntos a ver la película de Spike Lee “Haz lo que debas”. Ahí surgió el flechazo.

 Michelle siempre había sido muy exigente con sus novios y ninguno le había durado mucho, pero le atraía enormemente aquel hombre brillante, leal y trabajador. A él le gustaban de ella su inteligencia, su sentido del humor, su honradez y su energía inagotable. El noviazgo se vio alterado por la prematura muerte del padre de Michelle, aquejado de esclerosis múltiple. Barack fue un decisivo apoyo para que ella pudiera afrontar esa dura pérdida.

 Definitivamente enamorada de él y queriendo formar una familia, la joven le presionaba para que se casaran, mientras él le daba argumentos contra el matrimonio. Sin embargo, una noche, cuando ella ya empezaba a perder las esperanzas de que hubiera boda, se la llevo a cenar y, a los postres, le dio una cajita que contenía un anillo de compromiso. “Con esto consigo que te calles, ¿no?”, le dijo, bromeando, Obama. Años después, Michelle recordaría que se quedó “impresionada y algo avergonzada porque, en cierto  modo, si que consiguió callarme”. Se casaron el 3 de octubre de 1992 en la Trinity United Church, pasaron su luna de miel en la costa Oeste y vivieron en casa de Marian hasta que se compraron un apartamento.

Poco después, el matrimonio dejó la empresa privada para entrar en la administración publica: Barack daba clases como catedrático de derecho constitucional en la universidad y preparaba su carrera política y Michelle trabajaba en el departamento de Planificación y Desarrollo del Ayuntamiento de Chicago y ejercía como presidenta de Asuntos Externos y de la Comunidad del Hospital Universitario de la ciudad. La llegada de sus dos hijas, Malia Ann (1998) y Natasha (2001), consolidó sus valores familiares. Pese a ser una profesional de  éxito (ingresaba unos 270.000 dólares al año, casi el doble de lo que ganaba su marido), Michelle sacrificó su carrera cuando su marido decidió apostar fuerte por la carrera política y, en 1996, fue elegido senador demócrata por Illinois -un cargo que sería el equivalente a diputado de un parlamento autonómico español-. Sin embargo, cuando Barack le dijo que su sueño era presentarse, en un futuro, a las elecciones presidenciales, le contestó con su habitual franqueza y espontaneidad: “Me casé contigo porque eras guapo e inteligente, pero esto es lo más estúpido que me has dicho en la vida”.

En el 2004, su marido se convirtió en el senador más joven de la Cámara Alta de EEUU. Para entonces y gracias a los libros escritos por Barack y los ingresos económicos de  ella, la familia incremento notablemente su patrimonio y se mudó a una casa de estilo georgiano en el barrio de Hyde Park de Chicago, valorada en 1,2 millones de euros. Eso no les ha hecho olvidar a los más desfavorecidos y, cada año, destinan el 6,5% de sus ingresos a instituciones benéficas.

Convertida en esposa de senador, Michelle temía perder sus referentes sociales y se propuso que ni ella ni Obama los olvidaran. Mujer sin pelos en la lengua y de convicciones firmes, le bajaba del pedestal cuando él lo necesitaba, le reñía si dejaba los calcetines tirados en el salón, le obligaba a sacar la basura “para no perder el contacto con el mundo real” y cuentan que cuando Obama la llamó un día para comentarle uno de sus éxitos políticos, le pidió: “Compra insecticida de camino a casa porque  tenemos hormigas”.

 Con su carácter luchador, directo y reivindicativo, unido a su conciencia social y su gran inteligencia, Michelle se comprometió a ayudar a Obama que, en enero del 2007, anunció su candidatura a las elecciones presidenciales del año siguiente. Para ello tuvo que enterrar todas sus dudas y temores -incluido el miedo a un asesinato- sobre como aquella aventura podía afectar a su vida de pareja y de familia. Tras dar su aprobación al slogan “Yes, we can” y alternar una durísima campaña con la atención de sus hijas, el 4 de noviembre del 2008 Michelle vio con satisfacción cómo Barack Obama se convertía en el primer presidente negro en la historia de EUUU. Michelle lo tenia claro; “Aunque mi marido sea el líder del mundo, su prioridad será la familia”, afirmó nada más instalarse como primera dama en la Casa Blanca, donde ha impuesto un  estilo más cercano en los actos oficiales. Conocedora del protocolo al detalle, lo adapta a su personalidad. Es capaz de sacar al perro a pasear al jardín, enlazar por la cintura a la reina Isabel II, hacer rodar el “hoola-hop” en una fiesta infantil o invitar a un grupo de escolares a plantar en el huerto de la residencia presidencial. Su espontaneidad también le ha jugado malas pasadas, como cuando los asesores le llamaron la atención tras confesar que su marido roncaba, le olía el aliento al despertar y no se acordaba nunca de devolver la mantequilla del desayuno a la nevera. Sus detractores la acusan de mandona y ambiciosa.

 Mujer elegante y poco amante de estridencias, le encanta la ropa “casual” de marcas como H&M o Gap y para las cenas de gala recurre a diseñadores como Narciso Rodríguez, Maria Pinto o a modistos como el taiwanés Jason  Wu o el tailandés Thakoon Panichgul. Usa zapatos con poco tacón por sus 1,80 m de estatura y prefiere lucir bisutería antes que joyas.

Un año después de haber llegado a la Casa Blanca, no ha variado sus rutinas domésticas. Se sigue levantando a las 5.30, hace gimnasia, desayuna con la familia y después atiende sus compromisos oficiales, que se centran en cuestiones que tienen que ver, especialmente, con la infancia y la salud. No le envía SMS a su marido para no distraerle, está feliz siempre que pueden cenar juntos y les exige a sus hijas que se hagan la cama y se sirvan el desayuno. Con gran sentido del humor argumenta que vivir en la Casa Blanca es un chollo: “Si quieres pastel, hay pastel; si algo se rompe, lo arreglan”.
 
En otoño del año pasado, los Obama sorprendieron al mundo al confesar que habían sufrido crisis de pareja: “Hemos tenido altibajos, como todos los matrimonios”, admitía Michelle, en especial por el mucho tiempo que la política le ha robado a su vida familiar. Su arrolladora personalidad ha motivado que tenga ya su propia biografía: “Michelle. La biografía”, escrita por la periodista americana Liza Mundy y editada en España por la editorial Laocoonte.

Michelle, que esta considerada como una de las mujeres más poderosas del mundo, más bella y mejor vestida, ha dicho de sí misma que se considera “una rareza estadística” porque jamás una chica negra de clase obrera de Chicago podría haberse imaginado un destino como el suyo.

Ha asegurado que, tras un año “de aprendizaje”, dedicó en 2010 a “definir” su función de primera dama. Si su marido ha sido un hito histórico, quizás también ella sepa imprimir un cambio al papel -puramente decorativo- que, hasta ahora, han tenido las esposas de los presidentes.

VÍDEOS DE Michelle Obama
A continuación podemos ver un vídeo de Michelle Obama :





Fotos de Michelle Obama:



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