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Martín Lutero



BIOGRAFIA DE Martín Lutero

Nombre Real: Martín Lutero.
Ocupación: teólogo, fraile católico agustino recoleto y reformador religioso.
Nacimiento: 10 de noviembre de 1483.
Lugar de Nacimiento: Eisleben, Alemania.
Fallecimiento (†): Eisleben, Alemania, 18 de febrero de 1546.


Según que se comparta o no su doctrina, Lutero es un apóstol o como mínimo un profeta para unos, y para otros un hereje renegado. Destructor de un sinfín de cosas, este hombre de intensas y enérgicas convicciones representa, con su concepción del hombre como individuo aislado de Dios, de la historia y del mundo, uno de los pilares sobre los que se apoya la Edad Moderna. Iniciador de la Reforma (período de dos siglos de la historia del cristianismo de amplia repercusión europea, origen de las Iglesias protestantes y de la Contrarreforma), rechazó la autoridad del papa y debilitó el poder de la Iglesia. La abolición del purgatorio, de donde las almas eran liberadas con misas, el rechazo de la doctrina de las indulgencias, que mermaría de manera considerable los ingresos del papa, y, sobre todo, la doctrina de la predestinación, que independiza el alma de la acción de los clérigos después de la muerte (a lo que hay que añadir el reconocimiento de todo príncipe protestante como jefe de la Iglesia de su país), obligan presentar la Reforma como una gran revolución de las naciones menos civilizadas contra el dominio intelectual de Roma.

Martín Luder nació en la noche del 10 al 11 de febrero de 1483 en Eisleben, en Turingia, región dependiente del electorado de Sajonia. Andando el tiempo y recién conquistado el título de doctor, Martín cambiaría el apellido Luder por el de Lutero, derivándolo de Lauter, que en alemán antiguo significa "claro, límpido, puro". Era el primogénito de los nueve hijos de Hans Luder, minero, hijo de campesinos y buen católico, y de Margarethe Ziegler, mujer trabajadora, muy piadosa y devota, que inculcó en su hijo una piedad tan sombría que dejó en su alma una profunda tristeza. Ambos progenitores eran de familia pobre y muy severos.

Al año del nacimiento contrataron al padre en una explotación de minas de cobre de Mansfeld y la situación de la familia, precaria en extremo, mejoró un poco, sin llegar a ser en modo alguno boyante. En Mansfeld recibió Lutero muchas de las palizas que sus padres le propinaban, aunque, en opinión del propio Lutero, «siempre quisieron mi bien; sus intenciones para conmigo siempre fueron buenas, procedían del fondo de su corazón». Por sus cartas sabemos que fue a menudo sometido a crueles castigos, como una vez que su padre le azotó tan violentamente que el joven huyó de casa y tardó mucho tiempo en perdonarle en su corazón, o en otra ocasión en que su madre le golpeó hasta hacerle sangrar por haberse comido sin permiso una nuez.

El duro trato al que le sometieron lo convertiría, al decir de sus amigos, en un ser huraño y desconfiado. La escuela, a partir de los seis años, no lo trató mejor. También del maestro recibió azotes, quince en un día, según contaría más tarde, ya que «nuestros maestros se portaban con nosotros como verdugos contra ladrones». A los catorce años dejó Mansfeld por Magdeburgo para estudiar en la escuela latina, y un año más tarde abandonó Magdeburgo y se trasladó a Eisenach, a casa de los abuelos maternos. Allí, en su «ciudad bienamada», recibió sólida instrucción de un maestro poeta llamado Hans Treborio, que había sustituido el látigo por las buenas maneras.

El 17 de julio de 1501 se inscribió en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Erfurt, contrariando por primera vez a su padre, que quería hacerle estudiar leyes. El 29 de septiembre del año siguiente se licenció como bachiller, primer grado de la universidad, con el número treinta de una promoción de cincuenta y siete nombres. A los veintidós años era proclamado maestro de filosofía. Esta vez fue el segundo de diecisiete y su padre, admirado ante la superioridad de su retoño, dejó de tutearlo. A partir de ese momento el joven maestro se dedicaría con tesón al estudio de la teología y con pasión a la Sagrada Escritura.

El 2 de julio de 1505 Martín Lutero se trasladó de Mansfeld a Erfurt para ver a su familia. A mitad de camino un rayo cayó a sus pies. El joven, que era nervioso en extremo y muy sensible, se vio a las puertas de la muerte, se aterrorizó e invocó a la patrona de los mineros: «Sálvame, querida santa Ana, y me haré monje», exclamó. Vislumbró entonces en el cielo una figura fantástica, que por la excitación del momento no logró identificar. Fue la primera de las visiones que tendría a lo largo de su vida, en los lugares mas inverosímiles y, a veces, inadecuados. Quince días más tarde se presentó en el convento de los agustinos de Erfurt para cumplir su promesa, decisión que irritó de tal manera a su padre que volvió a tutearlo. Sin el consentimiento paterno, pues, entró en el convento. Novicio primero con el nombre de Agustín, tomó los votos definitivos y a los veinticuatro años fue ordenado sacerdote.

Con el objeto de estudiar teología y ocupar una cátedra en una de las muchas universidades alemanas regidas por los agustinos, en 1508 su amigo y consejero espiritual Johan von Stanpitz, a la sazón vicario general de los agustinos, le mandó a la Universidad de Wittenberg para estudiar un curso sobre la ética aristotélica. En 1509 Lutero obtuvo el título de Baccalaureus Biblicus, que le concedía el derecho de practicar la exégesis bíblica públicamente. Joven profesor en la recién creada Universidad de Wittenberg, pronto daría muestras de gran intemperancia y osadía en sus manifestaciones, al tiempo que se sentía acuciado en su intimidad por graves escrúpulos de conciencia y devastadoras tentaciones.

La forja de un pensamiento

Por aquel tiempo, un viejo fraile agustino le recomendó la consoladora lectura de San Pablo, en cuyo estudio se enfrascó ávidamente para deducir de él las primeras simientes de su dramática disidencia con la ortodoxia religiosa. En la Epístola a los romanos de San Pablo halló respuesta a sus angustias sobre la salvación, entendiendo que el hombre encuentra su justificación en la gracia de Dios, generosamente otorgada por el Creador con independencia de sus propias obras. Paradójicamente es en esa poco tranquilizadora idea de que solamente la fe y no los méritos salvan, doctrina individualista que condena al hombre, en cierto modo, a una soledad abismada, donde Martín Lutero encuentra una cierta paz y certidumbre espiritual que le moverá a una irreductible diatriba con el Vaticano, a templar su turbulento carácter en una batalla perenne y a fundar la nueva doctrina protestante. Sus enseñanzas llamaron bien pronto la atención. Comenzó también a predicar; su elocuencia arrastraba multitudes y le valdría la consideración de ser el primer predicador de la época. «No daba grandes voces -diría uno de sus oyentes-, pero su voz era fina y pura tanto en el canto como en la palabra.»

En 1510, Lutero realizó un viaje a Roma en compañía de otro agustino para presentar al general de su orden ciertas quejas sobre la estricta observancia de la regla monástica. El resultado y las impresiones del viaje no pudieron ser más nefastas para el alma inquieta y rebelde de Lutero. La consecuencia inmediata fue la de crear en él una definitiva aversión a Roma, al ambiente de corrupción y relajación del clero romano, a la decadencia en la que había caído todo el Vaticano y al exceso de boato y riqueza que ostentaba la Santa Sede, con prelados y papas más pendientes de los aspectos materiales que de los espirituales. Contrariado por el espectáculo, Lutero se tornó ácidamente crítico respecto al espectáculo de degradación que reinaba en la ciudad de los papas y menos afecto a las obligaciones anejas a su estado.

De regreso a Wittenberg, se doctoró en teología el 18 de octubre de 1512, aunque en su obra demuestra el enorme desapego que sintió por la filosofía y la teología escolástica imperante en su época. Apenas se interesó por los grandes pensadores del siglo XIII (Tomás de Aquino, Buenaventura o Escoto), aunque exploró con apasionada intensidad la Biblia y algunos escritos de San Agustín. Nombrado también, muy a pesar suyo, subprior del convento de Wittenberg, Lutero comenzó a impartir clases en la universidad en las que interpretaba y estudiaba las Sagradas Escrituras, con especial interés la obra paulina. En esa época acabó de conformar y pulir la que sería su piedra angular teológica, la justificación por la fe, según la cual el cristiano se podía salvar no por sus propios esfuerzos o méritos, sino por el don de la gracia de Dios, aceptada tan sólo por la fe en Cristo el Salvador.

Lutero también llegó a otra conclusión igual de importante y trascendental para el futuro de su reforma: había que someterse por completo a las Sagradas Escrituras, y rechazar a cualquier otra interpretación proveniente del exterior. Los Evangelios habían sido inspirados directamente por Dios; ninguna interpretación podía ser fiable por sí misma. Sospechar de la autoridad del papa como jefe supremo de la Iglesia y como persona infalible era el siguiente paso, que Lutero dio enseguida. Fue entonces cuando transformó su apellido y empezó a pensar en sí mismo como el «hombre de la Providencia llamado a iluminar la Iglesia con un gran resplandor». Por el momento tenía poca influencia. Sólo era, a sus treinta y cuatro años, un elocuente y famoso profesor de la Universidad de Wittenberg que ocupaba importantes cargos tanto en el convento como dentro de la orden; pero se sentía personalmente responsable de la fe sajona.

Por aquellos años asumió el cargo de vicario de su distrito, lo que suponía la dirección de once conventos, a lo que había que sumar sus lecciones en la universidad y el gobierno, la administración económica y la dirección espiritual de su convento de Wittenberg. Abrumado de trabajo, llegó incluso a visitar en sólo dos días todos los conventos que estaban bajo su férula, permaneciendo en uno de ellos escasamente una hora. Dormía apenas cinco horas sobre una dura tarima, aunque disfrutaba de los placeres de la mesa con la misma inmoderación que le caracterizó durante toda su vida. A veces se encerraba en su celda para rezar siete veces los oficios y suplir de ese modo la negligencia en que había incurrido durante la semana, acuciado por sus ocupaciones.

La rebelión de las indulgencias

Mientras tanto el papa León X, embarcado en la construcción de la basílica de San Pedro de Roma, propiciaba con entusiasmo la venta de indulgencias. Lutero, que ya había empezado a exponer sus ideas personales sobre los fundamentos de la fe, se alzó en sus discursos contra aquella práctica. Escandalizado por lo que consideraba un envenenamiento y timo espiritual de la gente sencilla, intentó poner sobre aviso a las autoridades eclesiásticas alemanas, pero, al encontrarse con el más absoluto de los silencios a todos los niveles, decidió actuar por su cuenta.

Inspirado obsesivamente por unas palabras de San Agustín ("lo que la ley pide, lo consigue la fe"), redactó sus célebres noventa y cinco tesis contra la venta de indulgencias que clavó con determinación en el sitio más visible de la ciudad, en la puerta del pórtico de la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg, el 31 de octubre de 1517. Las incendiarias tesis, repletas de diatribas y ataques directos a la Iglesia de Roma y al papa, fueron primero redactadas en latín, para, al poco tiempo, ser traducidas al alemán y reproducidas por la imprenta, al mismo tiempo que se difundían con una extraordinaria rapidez gracias a la labor de los estudiantes.

Fue una declaración de guerra que Roma no podía dejar sin respuesta. La resonancia del acontecimiento fue enorme a pesar de que Lutero, desde el púlpito y las aulas, intentó en vano suavizar la situación que había creado apelando a una doctrina tradicional aceptada en la Iglesia, según la cual se aceptaba la nulidad de las indulgencias para salvar almas, ya que dicha prerrogativa sólo le competía a Dios. Los dominicos, encargados de la Inquisición, denunciaron a Lutero ante Roma, por lo que éste fue conminado, al año siguiente, a presentarse en la ciudad eterna para responder de los cargos que se habían formulado en su contra. Lutero hizo gala de una gran astucia y logró involucrar al poder político en la disputa pidiendo al príncipe Federico el Sabio, elector de Sajonia, que intercediera ante el papa para conseguir que el juicio en su contra se celebrase en suelo alemán, como así sucedió.

En el mes de octubre de 1518, Lutero acudió a la ciudad de Augsburgo para discutir su postura con el legado pontificio Cayetano de Vio, quien tenía en su poder una breve del pontífice León X por la que Lutero debía retractarse públicamente de sus graves errores o, en caso contrario, ser llevado a Roma arrestado. Bajo la protección política del príncipe Federico, Lutero prolongó su discusión con el legado papal cuatro días sin que ninguna parte cediera en sus respectivas posturas. Y no sólo no se retractó, sino que protagonizó una pelea a gritos con el cardenal. El cardenal afirmaría: «No quiero más tratos con ese animal. Tiene unos ojos que fulminan y unos razonamientos que desconciertan». Lutero endureció su postura afirmando que la infalibilidad de las Sagradas Escrituras estaban por encima de la del propio pontífice. Aunque la ruptura definitiva aún no se produjo, Lutero adoptó a partir de ese momento una actitud de intransigencia que no se reducía al mero rechazo de las indulgencias, sino que implicaba algo mucho más grave: el desacato directo de la autoridad papal.

Tras marchar indemne de Augsburgo, Lutero mandó difundir un llamamiento bajo el título Del papa mal informado al papa mejor informado, en el que apelaba a un concilio presidido por el papa para expresar sus ideas reformistas. Desde su seguro retiro de Wittenberg, Lutero logró reunir una especie de concilio menor en la ciudad de Leipzig, celebrado entre los días 27 de junio hasta el 16 de julio de 1519, en el que Lutero afirmó que aunque el deseado concilio no le diera la razón, no se retractaría, ya que estaba sometido a la única autoridad legítima, la de las Sagradas Escrituras.

La respuesta de León X no se hizo esperar. El 15 de junio de 1520, el papa mandó a Lutero la bula Exsurge Domine por la que le conminaba por última vez a retractarse bajo la pena de excomunión. Lutero, tras un intento baldío por dirigirse al pontífice para que éste celebrase el ansiado concilio, el 10 de diciembre del mismo año quemó solemnemente la bula junto con un ejemplar del Corpus Iuris Canonici en presencia de estudiantes y ciudadanos de Wittenberg, y replicó al papa con el libelo Contra la execrable bula del Anticristo. Con semejante acto, Lutero expresó simbólicamente su ruptura total con la Iglesia de Roma.

El 3 de enero de 1521, León X redactó la bula Decet Romanum Pontificem, por la que Lutero era excomulgado definitivamente. Conforme al Derecho Eclesiástico, la excomunión eclesiástica debía ser ejecutada por el brazo secular, tarea que recayó sobre el recién elegido emperador, Carlos V de Alemania y I de España. El emperador aprovechó la reunión de cortes en la ciudad de Worms, en abril de 1521, para citar a Lutero, donde se le intimidó para que se retractara, pero el díscolo monje agustino siguió empecinado en su heterodoxia, y se enfrentó a todos los dignatarios imperiales y eclesiásticos reunidos allí en su contra, totalmente convencido de que le esperaba la misma suerte que a Jan Hus.

Carlos V, presionado por la situación política inestable de Alemania y por la fama y predicamento que había adquirido ya el monje herético, se limitó a prohibir la práctica de la nueva fe y a declarar proscritos a Lutero y a sus seguidores. Los esfuerzos que se hicieron a continuación para hacer cambiar de opinión a Lutero resultaron inútiles. El 26 de mayo, Carlos V firmó el Edicto de Worms; en él ratificó la sanción de destierro para Lutero y ordenó la quema de todos sus escritos.

Precisamente, el año anterior a la condena, Lutero había sacado a la luz, en alemán y ayudado por la poderosa maquinaria de propaganda que resultó ser la imprenta, sus tres obras fundamentales: La libertad del cristianismo, sin duda alguna su obra mejor elaborada y escrita, en la que esbozó claramente el pilar sobre el que se sustentaba la nueva religión, la salvación por la fe en Cristo; Llamamiento a la nobleza cristiana de la nación alemana, en la que invitaba a la nobleza a asumir su papel de protector del pueblo y a unirse a la causa luterana, además de instituir los tres principios evangélicos básicos del protestantismo (sacerdocio universal, inteligibilidad de las Sagradas Escrituras y responsabilidad de todos los fieles en el gobierno de la Iglesia); y, por último, La cautividad babilónica de la Iglesia, obra destinada a los teólogos en la que analizó con rigor el proceso de perversión al que habían llegado los sacramentos, de los que, según él, sólo debían subsistir dos, el bautismo y la cena (desechando la transubstanciación). Con estas tres obras, Lutero dispuso su línea de batalla a la par que asentó los primeros cimientos de una futura Iglesia evangélica.

Para proteger a Lutero, Federico el Sabio fingió su secuestro y lo escondió clandestinamente en el castillo de Wartburg, en Turingia, donde el exmonje encontró la paz y el ambiente de retiro ideal para abandonarse de lleno a una fructífera actividad literaria. Lutero escribió numerosas cartas, continuó con varios salmos, redactó glosas eclesiásticas, escribió una obra dedicada a la confesión, otra sobre los votos monásticos y un buen número más. Y, además, en el escaso año que permaneció en Wartburg (desde mayo de 1521 hasta marzo de año 1522), Lutero llevó a cabo su producción literaria más importante y trascendental para la implantación definitiva de la nueva fe: partiendo del texto griego publicado en 1516 por Erasmo de Rotterdam, tradujo al alemán el Nuevo Testamento. La edición se llamaría la "Biblia de septiembre" por haber aparecido en ese mes, y ponía a disposición del pueblo alemán su versión del texto sagrado por excelencia. La obra sería un éxito tal que en el mes de diciembre hubo que imprimir muchos más ejemplares. Doce años más tarde, en 1534, pondría fin a su proyecto publicando su versión del Antiguo Testamento, traducido del hebreo.

Guerras y bodas

Los desórdenes surgidos en Wittenberg por sus seguidores más radicales, que habían comenzado a tomar medidas drásticas en cuestiones litúrgicas, como la supresión de la celebración de la misa, obligaron a Lutero a dejar su apacible retiro de Wartburg y regresar a Wittenberg, donde volvió a tomar las riendas con prudencia y moderación, sin perder la calma, pero con determinación. Lutero se puso al mando en la organización de las nuevas comunidades evangélicas que iban surgiendo por doquier en toda Alemania. Desde Wittenberg, Lutero abrió otro frente de lucha contra los movimientos de liberación social y nacional de la pequeña nobleza y especialmente de los campesinos. Los primeros no dejaban de presionar para que Lutero constituyera una Iglesia nacional alemana, mientras que los segundos, alentados por la libre interpretación de las Sagradas Escrituras defendida por Lutero, buscaban su apoyo para aliviar las condiciones de miseria y sojuzgamiento en que vivían. Sus posturas se radicalizaron hasta convertirse en una cuestión política que arrastró al propio Lutero.

Las Guerras Campesinas (1524-1526), lideradas por un antiguo pastor luterano, Thomas Müntzer (fundador de la secta de los anabaptistas), fueron el colofón de la situación de crispación que había introducido en Alemania la Reforma emprendida por Lutero. Durante el transcurso de la sangrienta guerra de los campesinos contra sus señores, Lutero fracasó en sus intentos por apaciguar los ánimos con su pluma. Aunque en el fondo apoyaba un gran número de sus reivindicaciones, cuando los campesinos recurrieron a la violencia contra toda la población en conjunto, Lutero no dudó un momento en apelar a los nobles para que restituyeran el orden establecido con las armas, lo que dio cobertura a una represión sangrienta de campesinos como jamás se había visto en Alemania. El conflicto, que derivó en una auténtica matanza indiscriminada, restó popularidad a Lutero entre las masas más desfavorecidas, pero por lo menos salvó a la Reforma de una más que segura desintegración.

En 1525, en la Alemania devastada por la guerra de los campesinos, Lutero se esforzaba en demostrar la servidumbre de la voluntad humana y escribió De servo arbitrio (Del albedrío esclavizado), como refutación a la defensa del libre albedrío de Erasmo en su obra De la voluntad libre. También fue el año que escogió para contraer matrimonio. En 1523 habían llegado a Wittenberg unas monjas que escapaban del convento de Nimchen Laz Grimma. Una de ellas, Katharina de Bora, de veintiséis años, se convirtió en la señora de Lutero, en su Käte. La boda suscitó una viva repulsa, no tanto por el acto en sí como por realizarse en momentos de gran desolación y muerte. El matrimonio sería, sin embargo, un éxito. Katharina de Bora, dieciséis años más joven que Lutero, pertenecía a la pequeña nobleza y era una mujer sensata e inteligente que suavizó el exaltado carácter de su marido y vivió junto a él en perfecta armonía.

Después de su boda el príncipe elector de Sajonia le regaló el antiguo convento de los agustinos en Wittenberg, donde la laboriosa Katharina estableció una pensión de estudiantes para paliar en alguna medida sus estrecheces económicas. Los estudiantes tenían el privilegio de compartir la mesa con Lutero, quien tras la colación condescendía a responder a sus preguntas, de resultas de las cuales nació el libro Dichos de sobremesa. En el convento de Wittenberg, convertido en finca familiar, nacieron uno tras otro sus seis hijos, de los que sobrevivieron cuatro: Hans, Magdalena, Martín y Paulus, que llenaron de júbilo al predicador. Doctrinalmente nada de ello debe sorprender; pocos años antes, Lutero había dado a luz su obra Opinión sobre las órdenes monásticas, una vibrante exhortación a los monjes y monjas para que rompieran sus votos de castidad, recomendación que fue muy bien acogida, hasta el punto de que no pocos religiosos agustinos de ambos sexos se comprometieron en uniones vistas desde la ortodoxia como sacrílegas.

La consolidación de la Reforma

El joven Lutero, de mediana estatura, que había sido «de cuerpo tan flaco y fatigado que se le podrían contar los huesos», fue engordando con la edad y el nuevo estado. Su amor a la buena mesa, y sobre todo a la cerveza, con la que reemplazaba el agua (estaba convencido de que el agua de Wittenberg era mortal), le convertirían en un hombre macizo y pesado, aunque siguiera tan vivaz como siempre. Se acentuó en él la vulgaridad agresiva de que siempre hizo gala y empleó cada vez palabras más rudas y groseras. Siguió siendo irritable; a duras penas conseguía controlar su carácter colérico y violento. «No consigo dominarme y quisiera dominar el mundo», dijo de sí mismo.

La nueva Iglesia, que oficiaba la misa en la lengua vernácula, tenía desde 1529 su catecismo escrito por Lutero (Grosser Katechismus y Kleiner Katechismus, el gran catecismo y el pequeño catecismo), su propio clero y un gran número de fieles. La influencia de la Reforma se había extendido por el norte y el este de Europa, y su prestigio contribuyó a convertir a Wittenberg en un centro intelectual de primer orden. La defensa tan encendida que hizo de la independencia de los gobernantes respecto del poder eclesiástico le valió el apoyo incondicional de muchos príncipes, hasta el punto de que a partir de esos momentos la Reforma pasó a ser más un asunto de reyes que de eclesiásticos, justo una de las cosas que se había propuesto Lutero desde un primer momento.

Al prohibírsele la asistencia a la Dieta de Augsburgo, celebrada en 1530, por estar excomulgado e imposibilitado para hablar con el emperador, Lutero delegó la defensa reformista en la persona de su colaborador más querido y preparado, el humanista Philipp Melanchthon, quien presentó a los asistentes la Confesión de Augsburgo, texto redactado bajo la vigilancia de Lutero que exponía la profesión de fe protestante y veintiocho puntos de definitiva discrepancia con el catolicismo. Dos años más tarde, el emperador Carlos V, acuciado por la lucha que venía sosteniendo con los turcos en el Mediterráneo, no tuvo más remedio que transigir con el luteranismo firmando la Paz de Nuremberg, en la que se establecía la libertad para ejercer libre y públicamente el nuevo culto en territorio alemán.

Cuando en 1536, el papa Paulo III se decidió a convocar, tardíamente, el concilio de Trento, Lutero, ensoberbecido y encumbrado, dio por hecha su inutilidad alegando el irreversible alejamiento de ambas posiciones. Para reforzar aún más una postura tan disidente e intransigente, Lutero publicó los Artículos de Esmalcalda, en los que expuso todas las divergencias que habían causado la separación de ambas iglesias. Puso especial énfasis en la celebración de la misa (abominable y superflua para él) y en el papel del papa como único responsable del estado calamitoso al que había llegado la Iglesia cristiana.

Hacia 1537, la salud de Lutero comenzó a quebrarse de forma progresiva y alarmante para sus adeptos. El reformador envejecía y su humor se volvió hosco. Sufría jaquecas, zumbidos de oído y dolorosos cálculos renales, pero se negaba a seguir el consejo de su médico de moderar su afición a la comida y la bebida. La muerte de su hija Magdalena, en diciembre de 1542, ensombreció todavía más su ánimo. A principios de 1543 escribió: «Ya no puedo escribir ni leer. Me siento débil y cansado de vivir». Eran momentos penosos para Lutero, aquejado de una dolorosa lesión en la arteria coronaria y de profundas depresiones causadas por el resurgimiento del papado, por el intento de los judíos por reabrir la cuestión del mesianismo de Jesús y por el nuevo rebrote de la facción reformista más radical, la de los anabaptistas.

Pero precisamente por ello no podía permitirse el lujo de retirarse, y prosiguió su intensa actividad hasta la muerte. Encontró fuerzas para publicar en 1545 la célebre Reforma de Wittenberg, que era una suave exposición de la nueva doctrina. Unos meses más tarde reaccionaría violentamente ante la propagación del rumor de su muerte, que él atribuyó a los welches (italianos y franceses) y desmintió mediante sus Mentiras de los welches sobre la muerte del doctor Lutero. Y en 1545, en vísperas de su muerte, publicó uno de sus más violentos panfletos con motivo del conflicto surgido en el concilio de Trento entre el emperador y el papa: Sobre el papado de Roma fundado por el diablo. La causticidad de tan encarnizado ataque al papado adquirió todavía un mayor relieve gracias a las célebres y grotescas caricaturas del papa que realizó Lucas Cranach el Viejo para ilustrar la publicación.

El 22 de enero de 1546, enfermo y cansado, el anciano reformador se dirigió a Eisleben, su ciudad natal. Debía actuar de árbitro en la disputa suscitada entre dos hermanos, Albretcht y Gebhard, condes de Mansfeld, a propósito de los ingresos de unas minas. El invierno sajón es frío y duro, y Lutero había sobrestimado sus fuerzas. El 18 de febrero, a las tres de la madrugada, casi de repente, falleció. Los dos médicos que le atendieron apenas dispusieron de tiempo para hacer algo y nunca se pusieron de acuerdo sobre la causa de la muerte: un ataque de apoplejía, según uno; una angina pulmonar, según el otro; aunque igualmente pudiera haber sido cualquier otra cosa.

Sus restos fueron trasladados a Wittenberg en un ataúd de estaño, y al paso de la comitiva sonaba el toque fúnebre de las campanas. Fue enterrado el 22 de febrero en la iglesia de Todos los Santos, bajo el púlpito. Un año después de su muerte, el emperador Carlos V entró en la ciudad tras la victoria sobre los protestantes en Mühlberg, y obligó a la esposa del Elector de Sajonia a entregarle aquella plaza a cambio de la vida de su marido hecho prisionero. En aquellas circunstancias, el duque de Alba, poco amigo de miramientos, propuso al emperador desenterrar el cadáver de Lutero, incinerarlo y aventar las cenizas, pero Carlos no consintió en ello, arguyendo que él hacía la guerra contra los vivos y no contra los muertos. Verdaderamente hubiera sido inútil; tras su muerte, su Reforma se extendería por el mundo a pasos agigantados, penetrando en miles de hogares y conformando la manera de pensar, sentir y vivir de millones de seres.


VÍDEOS DE Martín Lutero:

A continuación podemos ver un vídeo de Martín Lutero :









FOTOS DE Martín Lutero:

  

SU REFORMA DE Martín Lutero:

  La ruptura de la cristiandad

Con el nombre de Reforma es designado el movimiento religioso iniciado por Martín Lutero que daría lugar al protestantismo. La división religiosa del continente a que llevó la Reforma se inició en 1520, cuando el monje alemán Martín Lutero fue excomulgado por el papa León X por su feroz crítica de la política religiosa de los papas, convertidos en mercaderes de paraísos y de salvación a buen precio; tres años antes, el propio Lutero había colgado su diatriba (las famosas noventa y cinco tesis) en las puertas de la iglesia de Wittenberg. Este suceso aparentemente banal fue el desencadenante de un largo proceso de ruptura. Pocos meses después, en la Dieta de Worms (1521), la negativa de Lutero a retractarse ante el emperador Carlos V, convertido en defensor de la ortodoxia católica, supuso también su proscripción política del Imperio. Los intereses de algunos príncipes alemanes por frenar el ascenso del absolutismo de los Habsburgo y su deseo creciente de hacerse con las tierras de los monasterios hicieron el resto.

Entre 1521 y 1525, la Reforma viviría sus momentos heroicos, de abierta oposición a Roma y a sus símbolos. El mensaje de emancipación pasó a ser interpretado libremente, desbordando con creces el marco originario de las doctrinas luteranas. Ejemplo extremo de ello es la guerra de los campesinos liderados por Thomas Müntzer (1491-1525). De hecho, el final de este conflicto, que se saldó con la ejecución de los rebeldes, marca un punto de inflexión en la reforma luterana. A partir de este momento se observará una orientación más conservadora: en materia religiosa, frenando las innovaciones y libres interpretaciones de algunos discípulos; en materia social, predicando la sumisión a las autoridades establecidas (como en el caso de las propias revoluciones campesinas, condenadas enérgicamente por Lutero); en materia eclesiástica, prestando una mayor atención a los aspectos organizativos de la nueva iglesia. Finalmente, en este período se produjo la ruptura total de Lutero con humanistas como Erasmo de Rotterdam, a causa de las diferencias doctrinales en el tema de la predestinación.

A partir de 1527 la reforma luterana se extendió, conviviendo con otras versiones de la doctrina reformada como las de Ulrico Zwinglio en Zurich o Martín Bucero (1491-1551) en Estrasburgo. Zwinglio, artífice de la Reforma en la ciudad suiza, era hijo de campesinos, clérigo humanista, admirador de Platón y conocedor de Erasmo. Zwinglio inició un proceso de renovación personal que le llevó a adoptar unas posiciones doctrinales cercanas a las de Lutero. Siendo predicador en Zurich, luchó a partir de 1521 para que su ciudad y los cantones confederados se sumaran a sus ideas, cosa que logró en 1523: la misa en latín quedó suprimida, se retiraron las imágenes de las iglesias y se secularizaron los conventos.

Basilea, por otro lado, era en estos años un centro humanista de singular importancia. Johannes Ecolampadio (1482-1531) predicó allí las doctrinas zwinglianas desde 1523, y cuatro años más tarde la ciudad se incorporó a la Reforma. El triunfo de la Reforma en Estrasburgo a partir de 1529 se debió a Capiton (1478-1521) y, sobre todo, a Martín Bucero. La Reforma en su versión zwingliana se difundió ampliamente por las ciudades de Suiza y el sur de Alemania, mientras que las del norte se mantuvieron fieles al primitivo mensaje luterano. Uno y otro modelo presentaban diferencias teológicas y litúrgicas importantes, siendo quizás la fundamental la relativa a la eucaristía. Zwinglio negaba la presencia real de Cristo en ella, convirtiendo el sacramento en una simple ceremonia simbólica. De esta forma, se abría una fisura en el seno de las doctrinas reformadas.

Los intentos de frenar la relativa tolerancia seguida por Carlos V tras la primera Dieta de Espira (1526) fueron contestados por los príncipes alemanes reunidos de nuevo en aquella ciudad en 1529. Príncipes y ciudades reformadas protestaron (de ahí que desde entonces se les conociera como "protestantes") contra la voluntad imperial de volver a la situación de 1520. Los intentos de llegar a un entendimiento en la Dieta de Augsburgo de 1530 fracasaron, dando paso al enfrentamiento armado.

La lucha contra los príncipes alemanes reformados, unidos en la Liga de Esmalcalda (1531) por Federico de Hesse, tuvo altibajos debido a las ayudas que aquellos recibían de potencias como Francia o Inglaterra, adversarias de la hegemonía política que los Habsburgo trataban de imponer sobre Europa. A pesar de la victoria de Carlos V de Mühlberg (1547), los ejércitos de Mauricio de Sajonia (1521-1553) derrotaron a los imperiales en Innsbruck (1552). Esta derrota, además de la abdicación del emperador en favor de su hermano Fernando y de su hijo Felipe, que se haría efectiva entre 1555 y 1556, precipitó la llamada paz de Augsburgo (1555), que significaba la renuncia a la unidad religiosa en Alemania y el fin de los ideales de una sola cristiandad defendidos por Carlos V.

En la década de 1550 la fisura religiosa había quedado definida, aunque no de forma concluyente. España, Italia, gran parte del sur de Alemania, Austria, Bohemia, Polonia y Lituania seguían siendo católicas, aunque las cuatro últimas hubiesen aceptado la presencia de minorías calvinistas. Gran parte del norte de Alemania era luterana, al igual que Dinamarca y Suecia. Los cantones suizos eran en parte católicos, pero Ginebra aparecía como centro del calvinismo. Inglaterra, al cabo de muchas vacilaciones, se convirtió en un país protestante con una iglesia estatal de signo calvinista. Rusia conservó su fe ortodoxa. Surgieron nuevas sectas, como los anabaptistas, que discrepaban tanto de la religión católica como de la protestante, y que, por su oposición a todo principio de autoridad, serían perseguidos por una y otra. La respuesta católica, auspiciada por el emperador Carlos V, fue la convocatoria por el papa Paulo III del Concilio de Trento (1545-1563).

La ruptura terminaría generando confusión y violencia. En Francia, la conversión al calvinismo de determinados sectores sociales en la década de 1560 añadió un matiz ideológico a la rivalidad existente entre los grandes magnates territoriales (los Guisa, los Condé, los Borbones) en una época de debilidad del gobierno central. Durante las guerras civiles que desgarraron el país intermitentemente entre 1562 y 1593, Francia corrió serio peligro de fragmentación confesional. También en los Países Bajos, a partir de la década de 1560, los intereses religiosos se confundieron con los políticos. Se inició así una rebelión que se prolongaría a lo largo de ochenta años.

Causas y efectos de la Reforma

Las causas profundas del malestar religioso tenían sus raíces en el propio desarrollo histórico del Renacimiento europeo. La crisis política de la iglesia bajomedieval y el Cisma de Occidente (1378-1417) originaron un vacío espiritual y la creciente mercantilización de las prácticas religiosas. Numerosos humanistas denunciaron el bajo nivel moral del clero, su escasa preparación, la primacía de los intereses terrenales sobre los espirituales y, en especial, la venta de indulgencias con las que se conseguía una rebaja de las penas del purgatorio.

Los anhelos de regeneración de las costumbres religiosas y la búsqueda de una vida espiritual más intensa y personal fueron abriéndose paso en círculos de religiosos y laicos como el de los Hermanos de la Vida Común, un grupo próximo a lo que se llamó la devotio moderna. Numerosos en los Países Bajos y Renania, e influyentes gracias a sus escuelas (Erasmo y Lutero asistieron a ellas) y a sus libros -sobre todo la Imitación de Cristo (1418), atribuida a Tomás de Kempis, (1380-1471)-, no desafiaban la ortodoxia abiertamente, sino que manifestaban sus críticas de forma implícita, prescindiendo de muchos ritos y preceptos que consideraban superfluos y defendiendo una piedad subjetiva y ascética basada en la lectura personal y directa de la Biblia. La crítica textual propugnada por los humanistas vino en su ayuda, demostrando que, aparte del bautismo y la eucaristía, presentes en los Evangelios, el posterior edificio de los sacramentos (confirmación, matrimonio, confesión, penitencia, extremaunción, ordenación) era artificial y estaba llamado a desmoronarse, y con él la necesidad de una casta sacerdotal que lo mantuviese en pie: la jerarquía eclesiástica entera, desde el papa hasta el último franciscano, se hacía innecesaria.

A nivel político, allí donde la Reforma triunfó tuvo lugar un proceso de consolidación del poder establecido. La ruptura con el papado liberó a los gobernantes de su dependencia respecto a una institución que proclamaba la superioridad de su poder espiritual sobre cualquier otro poder terrenal. Además, la supresión de las antiguas instituciones eclesiásticas y la secularización de sus bienes, junto al principio luterano que atribuía al poder político la organización de sus propias iglesias, favoreció una ampliación del ámbito de competencias del poder civil: el pastor se convertía así en funcionario del príncipe. La tesis del sacerdocio universal no implicó la desaparición del ministerio pastoral, sino la profesionalización de los líderes eclesiásticos a partir de una completa redefinición de su estatus social y de sus funciones. La labor fundamental del pastor era ahora la predicación de la doctrina, y el sermón se convirtió en pieza clave de una misa cuya liturgia se simplificaba y enriquecía a la vez con nuevos elementos como los cánticos, empleándose las lenguas vulgares como vehículo de comunicación.

La Reforma también tuvo importantes repercusiones sociales. Las doctrinas reformadas, al hacer hincapié en la salvación individual, estructuraron las prácticas piadosas en torno al culto doméstico. Las familias se integraban en parroquias en las que el pastor ejercía una "clericatura atenuada", una tarea de disciplina y control. La primera práctica colectiva era el culto dominical. La confesión privada al oído fue sustituida por una confesión pública leída por el pastor, quien también ofrecía una absolución general. La eucaristía se celebraba cuatro veces al año. Los ritos asociados a la existencia del feligrés (bautismo, matrimonio y funerales) perdieron toda su carga simbólica.

La teología luterana


El término Reforma, por su suavidad, puede inducir a confusión: la Reforma no fue una transición ni una serie de cambios programados, sino una verdadera revolución religiosa con aspectos y efectos políticos; la Reforma rompió la unidad de la Iglesia de Occidente, produjo nuevas formas eclesiásticas e inauguró una nueva época en la historia de la espiritualidad cristiana. Sin embargo, la palabra Reforma corresponde a la idea que tuvieron sus promotores de no ser los fundadores de una nueva religión, sino de restaurar, en un tiempo en el que ya estaban presentes todos los gérmenes de la edad moderna, el antiguo cristianismo. Si bien es la resultante de tendencias, aspiraciones e impaciencias ampliamente difundidas en Europa a principios del siglo XVI, la Reforma recibe un sello inconfundible por efecto de la personalidad de Lutero.

La formación de Lutero explica algunas de sus actitudes posteriores. Hijo de un minero, estudió con los Hermanos de la Vida en Común en un ambiente espiritual exigente. Destinado a ser jurista por voluntad paterna, decidió no obstante ingresar en la rigurosa orden de los Eremitas de San Agustín (1505). Su brillante carrera religiosa y universitaria en Wittenberg oculta, según el historiador Lucien Febvre, una profunda inquietud personal: "Lo que le importa a Lutero de 1505 a 1515 no es la reforma de la Iglesia. Es Lutero, el alma de Lutero, la salvación de Lutero. Sólo eso." Tras largas reflexiones, la solución teológica la encontró en las Epístolas de Pablo: la justificación por la fe.

La justificación por la fe es la base del pensamiento de Lutero, que rechaza la idea de que las obras puedan coadyuvar a que el hombre alcance la salvación. Lo que hace revolucionario el pensamiento luterano es la radicalidad de su formulación y la coherencia de su desarrollo, que conduce a una negación sistemática, en nombre de Dios, de las enseñanzas católicas fundamentales y de la propia Iglesia como institución. En efecto, si sólo la fe justifica, resulta innecesario todo ministerio sacerdotal, con poderes exclusivos para administrar los sacramentos, que haga de intermediario entre Dios y los hombres. Lutero sólo aceptaba como verdaderamente instituidos por Jesucristo los sacramentos del bautismo y la eucaristía. La revelación estaba contenida únicamente en la Biblia, y todo cristiano iluminado por el Espíritu Santo era capaz de interpretarla libremente. Esta idea, que rechazaba expresamente la tradición de la Iglesia, ocasionó la publicación de numerosas Biblias sin comentarios ni acotaciones. Las doctrinas reformadas se sintetizaron en el lema Sola fide, sola gratia, sola scriptura (Sólo fe, gracia y Escrituras).

Lutero resume en sí el conflicto de la cultura eclesiástica en el bajo Medioevo. Ningún contacto directo, al principio, con el Humanismo; pero su formación filosófica y teológica se perfecciona con la "vía moderna" de Guillermo de Occam: una filosofía crítica, no sin analogías con la kantiana, en la que la unidad de fe y razón queda destruida y la especulación metafísica se suspende. Dios se envuelve en un misterio abismal, del cual sale revelándose solamente en la medida en que quiere hacerlo, en la revelación histórica. Dios, que está más allá de todo concepto de bien o de mal, impone no obstante al hombre una disciplina; siguiéndola con su mejor voluntad, el hombre puede y debe legítimamente presumir que le es grato.

El esfuerzo para hacerse grato a este Dios insondable, llevado a cabo con una indudable seriedad y un vivo sentimiento de lo absoluto, conduce a Lutero a la paradójica conclusión de que el hombre no puede jamás estimarse positivamente digno de la gracia, y que su único mérito ante Dios consiste en reconocerse radicalmente pecador, acusándose sin merced ante Dios y haciendo suyo su veredicto condenatorio. A una tal acusación incondicionada de sí mismo, Dios contesta con una no menos incondicionada absolución. Estos pensamientos reciben en Lutero una influencia de apoyo por parte de la mística germánica, aunque no asimila (por sus premisas críticas occamistas) su fondo especulativo neoplatónico. El deseo de poner en claro su "teología de la cruz" como una doctrina de absoluta penitencia interior con respecto a la práctica penitencial de la Iglesia (indulgencias) conduce a Lutero a la proclamación de las noventa y cinco tesis (1517) y a la revolución religiosa.

La espiritualidad de la Reforma refleja las exigencias complejas y a veces antitéticas de la experiencia luterana. Por una parte la concepción intimista de la penitencia, y en general de la vida religiosa, pone al hombre directamente en relación con Dios, y al desvalorizar intrínsecamente las obras meritorias, es natural que la Iglesia, como dispensadora de la gracia, quede privada de motivación y sea abandonada; por otra parte, la actitud crítica, antirracionalista y anatomista que caracterizó a Lutero se contrapone al intelectualismo y a la confianza en la persona que aportó el Humanismo.

La Iglesia, como custodia de la revelación, como garantizadora sacramental de la gracia, es indispensable en su espiritualidad, y Lutero la reconstruye después haberla negado; pero la reconstruye como un puro cuerpo espiritual, abandonando sus aspectos jurídicos y administrativos a la autoridad de los príncipes alemanes, los cuales, en el pensamiento de Lutero, administran la Iglesia, no en cuanto son el Estado, sino en cuanto que ellos son también "miembros preeminentes" de la Iglesia, investidos, por su posición, de especiales responsabilidades.

La misma complejidad llena de antítesis se encuentra en toda la concepción luterana de la vida. Si Lutero abandona el estado monástico (no voluntariamente, a decir verdad, sino forzado por las circunstancias) y si lo combate como la quintaesencia de las "obras meritorias", con una polémica violenta hasta la injusticia, no por ello reivindica Lutero la posibilidad de un gozoso vivir humano. Todo el mundo para Lutero yace en el mal, y el pecado se insinúa en todas partes, desde la forma sutil de la vanidad y del amor a sí mismo hasta en las expresiones de moralidad más elevadas.

Por otra parte, precisamente porque el mundo es malo, y en ningún modo es posible crear en él una isla de perfección, el mundo es aceptado como es: como un campo de batalla, de ejercitación moral, como una cruz a veces, cumpliendo con fidelidad los deberes (relativos y siempre discutibles desde el punto de vista de lo absoluto) de los que se compone la vida humana, y que, cumplidos con religiosa conciencia, como deberes dictados por Dios al hombre en su particular situación concreta, asumen un valor de "vocación".

La vida se desenvuelve así en dos líneas paralelas: la vida de la fe, en su interioridad y pureza, y la vida del mundo, con su relatividad pecaminosa. El hombre cristiano, en su concreción, pertenece a la una y a la otra, sacando de su fe una exigencia superior, un motivo de control, y al mismo tiempo de desvío de la realidad problemática en que vive; en esta realidad halla las condiciones concretas para el ejercicio, ascético en el fondo y quizá doliente, de su fe. Pero la vida vivida en la fe no impide al mundo ser "mundo", insuperable pecaminosidad, y la fidelidad cristiana en el servicio del mundo no puede jamás asentarse en la cuenta favorable al hombre en el balance eterno: la única razón de subsistencia del hombre ante Dios es siempre su inmerecido y gratuito perdón.

En esta polaridad y ambivalencia está la característica profunda de la espiritualidad luterana. Es por otra parte difícil que ésta se mantenga íntegramente en la tensión y el equilibrio de su afirmación y negación. Y así, hay a menudo, ya en Lutero mismo y más en el luteranismo, una alternancia de estados de ánimo: unas veces de completa negación del mundo (del que se busca refugio en la interioridad de una vida espiritual autosuficiente y sin necesaria relación con la vida concreta,) y otras veces de afirmación integral de la vida en su autonomía relativa, que en un tiempo más próximo a nosotros, a causa de la reducción del cristianismo al plano de una religiosidad sin pecado original y sin redención trágica, se resolverá simplemente en el optimismo de la presencia interna de lo divino en el devenir del mundo.

Esta resolución, cuya paternidad (sea gloriosa o deplorable) Lutero no puede declinar en las concepciones del mundo moderno, está en todo caso más allá de las intenciones del reformador. De todos modos hay que reconocer a Lutero el mérito de haber planteado el problema de la ética con todo su rigor, aclarando la diferencia que hay entre lo moral, lo útil y lo jurídico. El bien no es la adecuación al contenido de una "ley", y no es tampoco lo ventajoso para mí o para mi prójimo; más allá de todo legalismo y de todo interés, el bien es la obediencia incondicional a una voluntad absoluta. La transcripción lógica de la experiencia luterana será la moral kantiana. Reduciendo a la razón legisladora del hombre la insondable voluntad del Dios de Lutero (que por otra parte se revela como una libre voluntad de amor para sus criaturas, poniéndose así como forma y contenido del deber), Kant empobrece sin embargo en cierta manera la ética luterana de la obediencia a Dios solo.

El anabaptismo

La Reforma luterana se encuentra, desde su aparición, en antítesis y en competencia con un movimiento popular de insurrección religiosa, social y política: el anabaptismo. La hostilidad hacia este movimiento de Lutero (quien tuvo su parte de responsabilidad moral en su sangrienta represión por obra de los príncipes alemanes) no es debida solamente a motivos contingentes. El anabaptismo no comprometía solamente la Reforma ante el juicio de los príncipes, de los que la Reforma tenía necesidad, sino que sobre todo expresaba una espiritualidad diversa, en la que revivían los motivos dominantes de las herejías medievales: la aspiración a la renovación de la sociedad, la espera del reino de Dios del año mil, la inspiración como suprema instancia religiosa y como contraseña de la madurez de los tiempos.

Con su voluntad de instaurar un orden cristiano, según el modelo del Sermón de la Montaña, el anabaptismo debía desconocer profundamente, a juicio de Lutero, la insuperable pecaminosidad del mundo y la diferencia irreductible entre el plano de la fe y el de la vida concreta. La voluntad del anabaptismo de purificar la Iglesia, transformándola en una comunidad de adultos bautizados después de una profesión de fe personal, no concordaba con la profunda y compleja concepción eclesiástica de Lutero, según el cual la Iglesia, en su profunda esencia, no es "visible" (sólo Dios discierne los que son justificados por él mismo), mientras que la organización visible de la Iglesia queda siempre sujeta a lo problemático de las cosas de este mundo.

También el carácter insurreccional del movimiento contradecía no solamente el temperamento conservador de Lutero, sino su profunda persuasión de que los males de este mundo han de ser soportados como una cruz y transfigurados en factores de vida interior. En fin, la apelación al Espíritu Santo, que aparecía, incluso en su realidad concreta, expuesto a todos los riesgos del subjetivismo, no se compaginaba con el apego a la Biblia que Lutero había heredado de su formación occamista, y que correspondía profundamente a las exigencias de su conciencia suspicaz ante todas las voces interiores y los impulsos incontrolables, en que fácilmente podían enmascararse las insidias del diablo. El espiritualismo de los anabaptistas presenta en cambio mayores afinidades con la religiosidad humanista que reconocía en Erasmo su más autorizado representante, y que por otra parte era opuesta a toda actitud revolucionaria. Hacia ésta, como hacia el anabaptismo, Lutero puso, con su famosa polémica contra el libre albedrío, un límite infranqueable.

El calvinismo

La Reforma llega a su completa expresión sociológica y eclesiástica y a su sistematización doctrinal coherente con el calvinismo. El espíritu lógico y jurídico latino de Juan Calvino (1509-1564); el hecho de que la Reforma calvinista se desarrolló en un ambiente ciudadano y republicano como el de Ginebra, y que en otras zonas (Francia, Países Bajos) se encontrara ampliamente empeñada en las guerras de religión; y el mayor radicalismo de esta Reforma, que no se limitó a corregir el edificio de la Iglesia medieval, como había hecho Lutero, sino que quiso fundarlo de nuevo sobre el modelo de la Iglesia primitiva (aspiración común con el anabaptismo), explican la diversa fisonomía del calvinismo.

La Iglesia calvinista, incluso allí donde está en relaciones de íntima colaboración con el estado, como en Ginebra, es una Iglesia que se gobierna por sí misma, por medio de sus consejos de pastores y de "ancianos" (consistorios, sínodos), creando de este modo en sus fieles el gusto y la capacidad del autogobierno. Su ética está determinada por el desarrollo que asume en la doctrina calvinista la idea de la predestinación. Esta doctrina, que parece que habría de conducir a un fatalismo pasivo, quitando al hombre todo motivo de obrar, se trueca en cambio en el Calvinismo en un enérgico impulso a la acción.

Los que están persuadidos de ser elegidos de Dios e instrumento de sus planes piensan cumplir en sus acciones su eterna voluntad, y recíprocamente encuentran en el éxito de sus acciones una comprobación de su elección. Las obras, eliminadas por Lutero como obras "meritorias", reingresan en la ética reformada como "signos" de la salvación cumplida. El dualismo del mundo y del Reino de Dios, que no es substancialmente menos completo para Calvino que para Lutero, no conduce en este caso a una tolerancia pasiva, sino a una enérgica actividad dirigida a someter el mundo a la voluntad de Dios, y a obligarle a reconocer su gloria.

La motivación de esta actividad en el mundo, por otra parte, está desprovista de todo motivo utópico: el mundo no es substancialmente mejorado por la actividad de los elegidos, y sigue siendo el mundo del pecado, provisional, transitorio, caduco. El calvinismo no espera una instauración milenarista del Reino de Dios (como el anabaptismo), y su visión de la vida perfecta se proyecta decididamente en el más allá (como en el luteranismo y en el catolicismo); pero igual que el catolicismo, y más que el luteranismo, se interesa por el problema de una sistematización de la ciudad terrena que tienda favorablemente a los fines del Reino de Dios.

La ética calvinista se traduce en la vida económica (estimulada por la supresión de la prohibición medieval del préstamo a interés) en un activismo al mismo tiempo libre y austero, que considera la vida como un combate, el lucro como un deber, el éxito como una sanción divina, el lujo como un pecado y la severidad del tipo de vida como un título de nobleza (puritanismo). Esta concepción de la vida, en los siglos XVII y XVIII, especialmente en suelo anglosajón, se cruza con otras influencias de origen humanista y anabaptista, que por una parte conducen a una atenuación de la doctrina de la predestinación (arminianismo) y por otra a una valoración más favorable de la capacidad del hombre natural (jusnaturalismo), e inclinan la autonomía de los elegidos calvinistas en el sentido de la declaración de los derechos del hombre y de la libertad de conciencia.

El devenir de la Reforma

Nacida de exigencias religiosas, la Reforma se entrecruza, en su difusión, con los intereses políticos y las pasiones nacionales y raciales, polarizando en los Estados germánicos el estado de ánimo impaciente por la influencia, a veces financieramente gravosa, de la curia romana, y sacando provecho de la secularización de los bienes eclesiásticos confiscados por los príncipes, en gran parte en provecho propio. Tal interferencia de motivos determina diversamente la configuración de la Reforma y de la Iglesia en los estados protestantes, y su conexión más o menos estrecha con las autoridades civiles.

Una posición aparte ocupa la Iglesia anglicana, brotada de un acto de gobierno regio al que debe también su fisonomía particular: católica en el rito y en la jerarquía, calvinista en la doctrina y en la moral. Pero la historia de la Reforma en Inglaterra no se identifica con la de la Iglesia anglicana, sino que más bien es la historia de la controversia del anglicanismo con las Iglesias "independientes", de más acentuado carácter calvinista. En Francia, la historia de la Reforma se inserta en la de las luchas de la nobleza provincial contra el creciente absolutismo monárquico. De esta situación de minoría combatida y perseguida se deriva la teoría calvinista del derecho a la resistencia, por parte de los "magistrados inferiores" y de los estados generales, al arbitrio del soberano. En Italia la Reforma se redujo a un movimiento de "élites" intelectuales, más o menos íntimamente unido al humanismo. A este origen cultural deben los reformadores italianos su peculiar fisonomía, que les confiere una posición intermedia entre Renacimiento y Reforma, y los convierte en precursores (incomprendidos y combatidos hasta por los protestantes de su tiempo) de la Ilustración del siglo XVIII (socinianismo).

La época de la Reforma comprende esencialmente los siglos XVI y XVII. En el XVIII afloran en la sensibilidad europea nuevas tendencias, que aunque sigan buscando su inspiración en la fe y en la piedad de la Reforma, señalan al mismo tiempo hacia nuevos problemas y nuevas orientaciones. El predominio de la Biblia en la Reforma quedará sometido a la crítica de la razón y de la historia; el dogma cristiano se resolverá en la "religión natural" (Ilustración); la esfera del sentimiento, relegada a un segundo plano por el objetivismo teológico, eclesiástico y sacramental de la ortodoxia protestante, recobrará la conciencia de su autonomía, contraponiéndose al racionalismo (Pietismo, Metodismo, Romanticismo). El protestantismo vivirá en adelante de su controversia con el mundo moderno, al cual sigue proporcionando importantes temas de meditación espiritual.

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